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El brazo derecho de mi padre



El brazo derecho de mi padre

Mi padre no se dio cuenta de que apenas me había abrazado hasta que perdió el brazo derecho en un accidente laboral por el que estuvo cuarenta días hospitalizado.






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Aquel empeño en observar lo inexistente no me facilitó ninguna conclusión, pero sí una cantidad de extrañeza que por la noche, en la cama, intentaba digerir inútilmente. Quería preguntar a mi madre qué habían hecho con el brazo amputado de papá, pero una especie de instinto me decía que se trataba de una pregunta indecorosa.
   Cuando mi padre volvió a casa, el vacío de su brazo quedó cubierto por la manga de sus camisas o de sus chaquetas, que a veces se movían como si tuvieran vida propia.
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Mi madre me dijo en un aparte que debía controlar aquella forma de mirar porque a mi padre le hacía daño. Mi padre era diestro, por lo que tuvo que aprender a hacerlo todo de nuevo con el brazo izquierdo. Asistí, turbado, a su proceso de aprendizaje. Llevarse una cucharada de sopa a la boca le suponía un esfuerzo humillante y brutal.
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Lo que mi padre llevaba peor era el recuerdo de que apenas me había abrazado mientras había podido hacerlo. No sé en qué momento ni por qué cayó en la cuenta de que tenía esta deuda conmigo, pero se convirtió en una obsesión. Cuando estábamos solos, me pedía que me acercara a él, me rodeaba el cuerpo con el brazo izquierdo y colocaba la manga derecha de la chaqueta de tal modo que pareciera que tenía un brazo dentro.
   “Me arrepiento tanto de no haberte abrazado …”, me decía al oído, mientras yo intentaba librarme de él.
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Todavía lo estoy.
De ‘Los objetos nos llaman’, de J.J. Millás